Aún estamos a tiempo

Por Rosa Romero

“Ahora la playa
es un cementerio de sueños e ilusiones.
Ahora la playa
es un refugio de hambres y de olvidos.
Ahora la playa
ya no es un lugar para el turismo …”

Luis E. Prieto

Hasta ahora, no ha habido año, y ya van más de veinte, que alguien no me pregunte por qué, cada mes de agosto, cambio los 22 kilómetros de costa de fina arena dorada de mi ciudad de adopción, El Puerto de Santa María, al sur del sur, por el Mar Menor. Me detengo a reflexionar sobre ello y caigo en la cuenta que siempre me sorprendo a mí misma enarbolando casi una declaración de principios, una defensa a ultranza de otro tipo de veraneo que concibe el mar como un lugar para charlar con los amigos, para reencontrarse con numerosas personas con las que en circunstancias normales (entiéndase el largo invierno) jamás habrías llegado a relacionarte, a conectar, por no tener en apariencia nada en común.


Sin embargo, a todos los asiduos al Mar Menor, y en concreto, a la playa de Los Narejos, nos une lo mismo: nuestra pasión por el mar chico, nuestro cálido charquito. Y doy fe que engancha. En el Mar Menor a la playa no se va para tomar el sol. Antes al contrario, aunque todos terminemos con un dorado bronceado típico del Caribe. En el mar chico a la playa se va para arrojar la toalla sobre la arena y entrar rápidamente en el agua para sumergirse hasta el cuello. Y ahí es donde comienza la auténtica aventura.


A pie de orilla asistes a un misceláneo desfile de adeptos, un maravilloso caleidoscopio de bañistas con la misma necesidad vital, sentir la templada salada agua sobre el cuerpo para sanar el alma y los huesos de los desmanes invernales.


Hace tiempo que los conoces a todos. A las chicas de oro, la vivaracha Concha, profesora jubilada, y sus comadres, que, aunque tienen su cuartel general en Santiago de la Ribera, todos los días se vienen, con sus veteranos churros en mano, a darse un eterno chapuzón en Los Narejos, tras aparcar su minúsculo utilitario en cualquier esquina cercana. Al ingeniero Paco, con esa increíble capacidad suya para, mirando al sol, clavar la hora que marca el reloj, tras volver de dar su tradicional paseo matutino con su velero. A su mujer, María, enfermera en La Paz, alma mater de las anuales comidas de mujeres. A su colega de profesión, María Elena, una menuda y discreta mujer siempre dispuesta para echar una mano en lo que se tercie. A Feli, madre coraje, con su hijo parapléjico por mor de la espina bífida. A Alberto el de Bilbao, animoso donde los haya, con su característico grito de guerra en la boca: Hale, hale, … Y es que desde el Norte llega todos los años un nutrido grupo a Los Narejos en el que se incluyen no solo mis padres, la veteranía todo un grado, que abrieron brecha cambiando la burgalesa Medina de Pomar de sus veraneos de antaño por la calurosa Murcia, Fernando y Pili, sino también esa gran familia de los Yntriago. Juanjo, Geno, Ana Itziar, Jorge, todo un ejemplo de superación bañándose en el mar con sus piernas acuáticas, Silvia, … Desde la otra punta del mapa, Antonio, mi marido, enamorado también de la bella artesanía murciana belenista, mis hijas, Carlota y Coral, que aprendieron antes a nadar que a hablar en el charquito, y yo. Desde allende los mares, la bilbaína Cristina, su marido y sus hijos, que cada tres años cambian la oscura Gran Bretaña por las luminosas tierras murcianas. Todos ellos y algunos más. Y allí, como una gran familia, nos reencontramos con los oriundos, con Carlos, prejubilado, organizador de suculentos tours gastronómicos por la zona, y la dulce Marisa, ambos de la cercana Cartagena; con Alberto, con el que buena parte de la chavalería ha aprendido a bandearse en el mar con su variada flota de embarcaciones, a disposición siempre de cualquiera que se lo pida; con la abogada María José, divertida conversadora entre sus diarios trayectos a nado hasta la boya; su cuñada Pepa, política como los de antes, que hace un membrillo para rechuparse los dedos; su compi, la ex ministra Matilde, a la que este verano lamentablemente le hemos tenido que poner falta al no poder acudir por estar inmersa en una dura lucha contra la enfermedad … Y en el recuerdo de todos Luisa y Domingo, que nunca nos dejarán del todo porque todo allí nos recuerda a ellos.


Todos, como una gran familia, a pie de orilla intercambiamos cada verano saludos, besos y abrazos, confidencias, recetas de cocina y hasta discusiones políticas. Pero si hay algo en lo que todos estemos de acuerdo es que nuestro mar chico se nos está muriendo. Es curioso, pero todos hemos desarrollado un sentido de propiedad hacia nuestro charquito con la íntima convicción de pertenecer a un club de privilegiados. Y por eso nos duele tanto. Qué digo duele, nos jode ya, y sobre manera, estar asistiendo a la degradación progresiva del Mar Menor año tras año.


La invasión de babosas de hace un lustro, las cada vez más presentes algas putrefactas en la orilla, los últimos fangos que te atrapan los pies, las impenitentes medusas que ya hemos aprendido a sortear con maestría para adentrarnos en el agua, … No hay verano, y ya van demasiado, que los periódicos locales no nos bombardeen, día sí y al otro también, con noticias cada vez más preocupantes sobre la inexorable agonía del paraíso, que parece abocado irremisiblemente a la muerte.


A nuestra manera, todos nos hemos acabado volviendo ‘expertos’ en problemas medioambientales. Nos conocemos al dedillo esa continua llegada de nitratos derivada de los incesantes vertidos que sufre el Mar Menor, a la que, inexplicablemente, nadie acaba de poner fin. También las desastrosas consecuencias de tanta especulación urbanística, de tanto ladrillo incontrolado, y de tantas regeneraciones costosas y chapuceras que lo único que han conseguido es alimentar y cebar esos fangos que amenazan con enterrar a nuestro charquito. Y todos nos indignamos y nos preguntamos hasta cuándo vamos a seguir siendo convidados de piedra. Hasta cuándo vamos a continuar con los brazos cruzados siendo testigos mudos de esta crónica de una muerte anunciada.


Basta ya. Es hora de dar un paso al frente. Es hora de que todos arrimemos el hombro. Los ciudadanos exigiendo lo que nos corresponde, nuestro derecho a disfrutar de un Mar Menor limpio y con un desarrollo sostenible idóneo. Pero sin olvidar nuestras obligaciones, nuestro deber de educar a nuestros hijos en el respeto al medio ambiente para que cada mañana la orilla no amanezca plagada de desperdicios. Y los políticos, arbitrando medidas para lograr alcanzar el vertido cero, la única y verdadera solución, pero sin protagonismos, sin torticeras utilizaciones buscando la rentabilidad electoral. Unas medidas que indefectiblemente deben llegar de la mano del consenso, del pacto en el que los expertos, científicos, ecologistas, entendidos en definitiva, deben marcarnos la hoja de ruta. Las jornadas que la plataforma ciudadana recién constituida quiere celebrar en diciembre se configuran como el vehículo apropiado para ello.


Aún estamos a tiempo. No sigamos con los brazos cruzados. Porque, si no, más pronto que tarde va a llegar el día en el que, como en el poema, acabemos llorando por estar ante un mar de miserias y olvidos, un cementerio de sueños, un mar al que ya no llegará el turismo.


Rosa Romero