Mis recuerdos

Carlos Sánchez
Las viejas

Vamos andando por la carretera. No por la acera ni por el arcén, porque no existen. Vamos subiendo desde las Lomas de Abajo hacia el Casino. Ya ha anochecido, y mi madre abre la marcha con una linterna. No, tampoco hay farolas. Seguimos mi hermano pequeño y yo. Cierra la fila mi abuela, con otra linterna.

Por la mañana hemos estado en la playa. Bueno, no es playa; es un camino de guijarros, que separa las salinas del Mar Menor. Difícilmente cabe un coche por ese camino; cuando se cruzan dos, uno en cada dirección, hay lío, y los quince o veinte bañistas que nos hemos juntado allí en agosto, nos quedamos mirando a ver cómo lo arreglan.
Mi abuela ha estado dandose los barros, que dice que es bueno para los huesos. Mi madre, de pie, en el camino, porque no hay arena donde clavar una sombrilla. Como siempre, ha estado de palique con los otros “turistas”: Que si este verano hay más gente porque el año pasado no llegábamos a diez, que si cortan el agua todos los días a la hora de fregar los cacharros, que hay que ver qué caro se ha puesto todo … en fin, cosas de mayores. 

Y mi hermano y yo, bañandonos enfrente de los barros, con las gafas y el tubo, quemándonos la espalda. Hemos cogido unos pececitos pequeños, que se refugian en los ladrillos que pueblan la orilla. Agarramos un ladrillo, de esos de color naranja, llenos de agujeros; lo sacamos del mar, lo colocamos en posición vertical dejando resbalar el agua entre nuestros pequeños dedos y, si hay suerte, atrapamos alguna “vieja”. Gritamos, saltamos, tropezamos, corremos hacia la orilla y, finalmente, volcamos el contenido del ladrillo en un cubo con agua, que custodia mi madre.

Misteriosamente, cuando ya hemos “pescado” tres o cuatro pececillos, el contenido del cubo desaparece. Mi madre asegura no saber nada, aunque sospechamos y procuramos vigilarla. Pero nunca hemos conseguido pillarla devolviendo la vida a este mar, que -a su vez- nos la da a nosotros.

Pero eso fue esta mañana. Ahora vamos hacia el Casino. Luego continuaremos hacia la plaza, ya con las linternas apagadas, y finalmente llegaremos al Quico. Porque hoy es el día grande. Hoy es sábado y toca patatas asadas con ali-oli y un helado en La Jijonenca … y con un poquico de suerte, caerán unos cromos, o una peonza, o un paracaidista en alguno de los quioscos de la plaza.
Salaria pavo es una especie muy abundante en el Mar Menor. Se la conoce con el nombre vulgar de "vieja", "soldado" o "gallerbo".
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Maravilloso Mar Menor
Trinidad Pardo Vidal

Qué recuerdos tan bonitos me trae a la memoria de tiempos pasados, cuando era joven. Solíamos embarcarnos y aguas adentro, sin oleaje y en silencio nos sumergíamos en sus aguas. Pero no estábamos solos, multitud de pececillos nos rodeaban por doquier. Sus aguas eran saludables, transparentes y tranquilas, hacían que te sintieras relajado y feliz. 
Sus aguas eran también muy beneficiosas para la salud, para mejorar el estado de ánimo y también para las afecciones reumáticas, todo ello muy recomendable en la tercera edad.
Trinidad Pardo acompañada de su familia

Sus islas eran visitadas por multitud de veleros, españoles o extranjeros, durante todo el año dónde los pescadores hacían sabrosos arroces, especialmente el caldero. Navegar por él era una experiencia deliciosa. En los atardeceres veíamos el sol ocultarse por el oeste, era un espectáculo impresionante. 
Yo me apunto al Mar Menor, sin duda…

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Perder la mirada
Mª José Vicent Pardo

Desde que tengo recuerdos mis veranos están asociados al Mar Menor. Mis abuelos tenían una casa familiar en la Puntica, Lo Pagan, donde bajar a la playa se convertía en toda una aventura: sombrillas, toallas, cubos, palas, sillas…La travesía desde mi casa estaba plagada de aguas salitrosas y terrenos llenos de unas extrañas plantas, unas veces verdes y otras rojas, hoy sé que se llaman barrilla. Y es que en el trayecto desde mi casa hasta el mar no había casi edificios, solamente en la orilla se encontraba “la Casa del Cura”.

La casa del cura al fondo

La llegada a la playa era todo un acontecimiento lleno de alegría y libertad. ”Hay que esperar para bañarte tres horas desde que desayunaste”, decía mi madre y mi abuela, también lo decía mi abuelo y el resto de la familia que bajaban sobre las 12. Allí estaba yo jugando y jugando con los cubos de arena a hacer castillos, a hacer caminos, a tirar agua; recuerdo con auténtica admiración los castillos que hacía mi padre, que nos hacia siempre compañía a mi hermana y a mí en estos juegos. No me parecía entonces que la playa fuera pequeña ni que tuviera poca arena.

Con un año
Transcurría así el tiempo muy rápido, puesto que enseguida habían pasado las tres horas y llegaba el baño: primero había que atravesar la franja de lodos, donde se te hundían las piernas hasta las rodillas, hasta que por fin llegabas al mar limpio, cálido, tranquilo… Nadaba y nadaba con mi hermana, y nos capuzábamos y buceábamos…a veces veíamos caballitos de mar y otras nos tomábamos algún que otro berberecho, allí en vivo y en fresco, así de limpias estaban las aguas. Luego llegó el muro para contener la arena, “para hacer la playa más grande”, decían, y ya no había lodos, accedías a la playa saltando un escalón. También desaparecieron las charcas salitrosas y las barrillas. Ahora había muchos edificios. 
Con mi hermana 
Una vez mi tío nos llevó en barco hasta La Manga y quedé fascinada de aquel lugar de playas transparentes. Desde allí el Mar Menor parecía más grande y, desde entonces, siempre fue mi sueño pasar mis veranos en La Manga.
Cuando, ya después de casada, mi marido y yo compramos un piso en La Manga, recuerdo pasarme horas y horas mirando al Mar Menor, contemplando su belleza. Por la mañana era de un azul intenso. Después de comer la laguna se volvía plateada por los reflejos del sol y los días de viento se llenaba de multitud de velas de colores que lo cruzaban. Era la gente que con sus tablas quería disfrutar de las posibilidades que le ofrecía el día. Los atardeceres eran increíbles, el mar se teñía de múltiples colores rojizos presentando cada día un espectáculo diferente. Por la noche, el perímetro del mar se llenaba de múltiples lucecitas blancas que enmarcan todo el litoral proyectando también su resplandor sobre el mar, convirtiéndose todos estos reflejos en un paisaje de una belleza solamente superada en las noches de luna cuando a todo este conjunto de luces se añadía su reflejo, unas veces creciente, otras menguante, vista a través de las nubes o en toda su plenitud.
La Manga
Me recuerdo mirando una y otra vez todos estos paisajes que el Mar Menor ofrecía, y pensaba que, realmente, era muy afortunada al tener en mi propia tierra el paraíso. Por eso, estos dos últimos años he sentido una gran tristeza y me he sorprendido a mí misma mirando una y otra vez al Mar Menor, pero en esta ocasión ha sido por ver si, por algún tipo de milagro, habían desaparecido las aguas verdes, esas que dan sensación de ciénaga, de muerte y de nuevo podía perder mi mirada en la transparencia de sus aguas.